Ignasi Bosch

Pánico en el aeropuerto

Suena el despertador en medio del sueño profundo, bastante más temprano de lo habitual. En condiciones normales muy probablemente que ni lo hubieras oído pero un reloj interno programado por algún tipo de instinto hace que lo oigas y te levantes incluso antes de saber exactamente qué pasa, al instante te viene a la cabeza “es verdad, el avión”.
No es la primera vez, el protocolo está bastante establecido, maleta hecha la noche anterior, billete en mano, hacia el aeropuerto.

Hay una serie de pensamientos que se repiten casi cada vez que haces ese trayecto al salir de casa: "¿De dónde se habrán sacado lo de estar allí una hora antes del embarque? Eso sería antes, cuando tenías que llegar, hacer cola para sacar los billetes, facturar maletas… incluso entonces siempre daba tiempo a tomar un último café y fumarte un cigarrillo antes del desfile hasta el aparato volador. Pero ahora te imprimes los billetes desde casa, te ahorras la cola, la facturación y el cigarrillo. ¿Qué es lo máximo que puedes hacer durar un café antes de que esté frío e imbebible?"
Siempre los mismos pensamientos: "Murphy… no se le escapa ni una, me pondrá todos los semáforos en rojo, se las apañará para que tenga el camión de la basura delante… a ver qué más se le ocurre esta noche. Pero qué diablos, si sin mí no salen! Recuerdo una ocasión donde estuvimos esperando veinte minutos antes de despegar porque faltaban dos personas. Ellos saben quién tiene billetes, tienen los nombres incluso números de teléfono, no es como coger un autobús". Sin embargo algo se empeña en querer estresarte, por suerte tan solo asoma unos pocos segundos hasta darte cuenta y no puedes evitar reírte de lo cómico de la situación.

Aparcas y te apuntas el número de la plaza ya que la memoria no es tu fuerte, deberías plantearte buscar un número fetiche y usar siempre el mismo. Sería una buena idea.
Desfile lento con el ruido exagerado de las ruedas de la maleta resonando por todo el aparcamiento primero y por los pasadizos después.
Un aeropuerto es de esos sitios donde hay gente las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, los doce meses del año. No hay muchos lugares de esos, tienen algo en el ambiente peculiar. Compruebas el vuelo en la pantallita aunque sabes de sobra en qué puerta saldrá, pero forma parte de un ritual que se reproduce de forma totalmente automática, creo que sería un esfuerzo sobrehumano intentar saltárselo y a esas horas de la madrugada ya es todo un reto ser un simple humano. Cinturón, llaves, cartera, chaqueta, bolsa todo fuera, hace apenas un instante te estabas vistiendo y parece un déjà vu inverso. Siempre hay una fracción de segundo al pasar por el detector en el que tu mente intenta recordar si olvidaste en el bolsillo algún elemento propenso a causar ese sonido tan curioso que causa una pausa a tu alrededor y esas miradas tan divertidas de los que hay más cerca, seguro que si les soltases un "buh!" a alguien le daba algo.
"Perdone señor, ¿puede abrir la maleta?"
Vaya por dios, la botellita de agua se te había pasado.
"Lo siento pero nos la tenemos que quedar"
Qué remedio, piensas, y eso que está por estrenar. A ver si va acabar en el estante de la tienda e intentarán revenderla, sería lo más. ¿Habrás comprado dos veces la misma agua en alguna ocasión? Si ese líquido es un arma tan mortífera, ¿cómo es que tú vas con una pistola de balas y no con una de agua? se te pasa por la cabeza en un instante pero obviamente no dices nada y sigues con tu ruta hasta la puerta. En el transcurso la misma pregunta recurrente: Si el 11-S ha derivado a todo este teatro en los aeropuertos, ¿cómo es que lo del 11-M no ha repercutido tanto en las estaciones de tren? Además, que yo sepa los terroristas no usaron dentífrico, ni agua, ni ácido siquiera… lo dejas ahí ya que llegas a la puerta de embarque. Toca esperar, suerte que siempre llevas contigo un libro.

Si todos los que están aquí han pasado por todo ese paripé entonces es lógico que se respire ese ambiente a tensión. Es como el silencio de las escenas de los western justo antes de un duelo de pistoleros. Esas miradas cruzadas, cada uno en una posición estratégica. Creo que si de hilo musical pusieran música de suspense sería una escena digna del mismísimo Hitchcock. Faltan unos largos veinte minutos para empezar a embarcar, todavía no hay nadie de la aerolínea en el estante, pero alguien cercano a él se levanta, quién sabe si para estirar las piernas o para coger el libro de la maleta, pero eso causa un efecto en cadena y en pocos segundos se crea una cola de gente. Es un momento interesantísimo digno de estudio.
Te lo tomas con calma, levantas la vista y observas a través del ventanal cómo el horizonte empieza a colorearse y sigues leyendo. A medida que se acerca el momento crítico la tensión popular aumenta, como si algún acontecimiento importante se acercara.
"Pasajeros con prioridad embarquen por favor" Esa es tu llamada, la prioridad mencionada es tan sólo el coste de cuatro euros al seleccionar la casilla en cuestión al rellenar el formulario en internet, ahí está a la vista de todo el mundo, pero que prácticamente nadie parece ver.
Ese momento también es de película, pero más que de intriga sería una de asesinos en serie. Al acercarte oyes quejas en voz baja incluso en alguna ocasión alguna persona que toma la iniciativa popular, el Robin Hood del momento aparece para increparte tu falta de modales, intentas explicarlo pero en ese estado de tensión la gente no escucha, es inútil, continúas.
Lo mejor es cuando la mujer que llevaba sentada en primera fila más de una hora, que se levantó con los puños cerrados a toda prisa y que lleva veintisiete minutos de pié observa, con fuego en los ojos y el pelo alborotado, cómo todo ese esfuerzo no será suficiente para conseguir la tan ansiada primera fila, increíble.

Mientras comprueban los billetes aparece la estrella de la noche, alguien con una capacidad para curtirse enemigos tal, que Anton Chigurh (el malo de 'No es país para viejos' interpretado por Bardem) a su lado quedaría como un oso amoroso. Una mujer de mediana edad entra en escena con un artilugio metálico para medir maletas, pánico en escena.
La trama del juego es la siguiente: aquella maleta que no entre en el artilugio se deberá facturar con un coste 'simbólico' de 38€. La primera víctima se acerca lentamente al infernal artefacto mientras el resto del rebaño observa en silencio como si al matadero se dirigiera. Encara la maleta en el hueco, respira profundamente y aprieta y aprieta hasta hacerla encajar después de oír el crujido de la pobre maleta asfixiándose. Respira aliviado mientras la mala malísima comprueba detenidamente y observa que sobresale dos dedos. Y como si de un juez de tenis se tratara levanta la cabeza y suelta un "no entró".
Ese es el detonante, la chispa que hace explotar la indignación. Indignación acumulada por las pocas horas de sueño, los semáforos en rojo, el camión de la basura, el atraco del párking, la humillación del control de metales y aguas, el segundo atraco por el café, el mono de nicotina, el rato de espera y la injusticia del colón del invento ese de la prioridad. Todo junto condensado en un sólo punto combustible prendido por la chispa de una injusticia más. Apasionante el ser humano capaz de hacer de un acto de puro trámite una odisea tan divertida.


Aventuras y desventuras isleñas: