Ignasi Bosch

Una película en el ascensor

De noche los trenes de cercanías son algo parecido a ascensores gigantes. La oscuridad exterior convierte las ventanas en grandes espejos. La mayoría aguarda silencio mientras grupos reducidos mantienen conversaciones absolutamente carentes de intimidad, por mucho que algunos se empeñen en mantener un tono de voz murmurada mientras otros ni se esfuerzan en intentarlo.
Es curioso lo que han cambiado los hábitos cotidianos en relativamente tan poco tiempo. Prácticamente todo el mundo permanece con la cabeza baja mirando fijamente y tocando con las yemas de los dedos sus artilugios tecnológicos. No entraré en un juicio de valores, no me planteo si eso es bueno o malo. Una realidad de eso es que, supuestamente, todos ellos se están relacionando con otros seres mientras permanecen completamente ausentes. En cierta manera se aíslan para comunicarse, interesante paradoja. 

De entre todo ese bosque de antenas ambulantes aparecen seres que parece no importarles tanto el mundo exterior y se centran en observar su alrededor, por curiosidad, cotilleo, interés o por la razón que sea. Me fijo en uno de esos seres. Es una chica, joven. Las gafas le dan un cierto aire intelectual y  el lunar encima del labio superior la dota de un atractivo interesante. Es curioso que lo que sería objetivamente una mancha pueda conceder tal seducción. Tiene la cabeza apoyada mientras cierra los ojos en intervalos largos, como si decidiera dejarse llevar por oleadas de descanso intercalado. Lo de dormir en trayectos largos lo entiendo, pero nunca he llegado a comprender a esa gente que se deja llevar holgadamente en los cortos trayectos con tantas interrupciones, tanto ajetreo en cada una de ellas y con la voz radiofónica que va anunciando cada una de las paradas.

La chica en cuestión observa, en cada uno de los lapsos en que desciende de nuevo al mundo terrenal, a un grupo de chicos. Los mira fijamente, con cierta actitud voyeur. No se percata de que yo me estoy fijando en ella. El grupo de chicos comenta, sin reparo, acerca de una chica sentada un poco más allá. Una chica vestida de manera algo extrema, con esa prenda tan popular últimamente llamada algo así como leggins, acerca de la cual oí una vez un chiste algo basto pero a su vez representativo. Decía algo así como:

“– Me he comprado unos leggins.
– ¿Ah sí? ¿Qué marca?
– Qué va a marcar, el…”
Creo que quedó claro…

Volviendo a la chica “extrema”. El diseño lo remata una camiseta ajustada con un generoso escote y unas botas altas. Para el grupo de chicos resulta imposible de ignorar. Ella parece no percatarse, concentrada escuchando música y fijándose a su vez en un chico apoyado en la puerta (ya que a esas horas un asiento se cotiza a precio de oro) con un aspecto jovial y algo desaliñado que juguetea con una tabla de skate en sus pies. Él va levantando la vista y lanzando miradas furtivas, cortas y tímidas a una jovencita que desde aquí casi no alcanzo a ver. El panorama no deja de ser a su vez paradójico, cómico y representativo. En ese preciso instante caigo en la cuenta de que por esa misma regla cabe la posibilidad de que alguien esté observando hacia aquí. En un barrido a mi alrededor analizando el escenario me percato que, en un túnel visual entre brazos y espaldas, aparecen unos ojos que confirman la improvisada teoría. En ese preciso instante anuncian mi parada.

Lección del día: Observar está bien, pero cabe la posibilidad de que te estés perdiendo la verdadera película mientras tanto. Cómo me gustan las paradojas.


Aventuras y desventuras isleñas: