Ignasi Bosch

El Arcángel caído

Mike K. - Ocupación desconocida.

No tuve tiempo ni para hacer la maleta, pasar a recoger mis cosas era demasiado arriesgado, seguramente me estuviesen esperando allí. No pude ni despedirme de ella, únicamente esas frías palabras escritas en un trozo de papel amarillento. Se me hubiese hecho imposible decirle adiós ni un porqué de esa marcha apresurada y repentina, la habría puesto en peligro y eso es algo que no hubiese podido soportar.

¿…Qué habrá sido de ella…?.

Todo empezó como una misión más. Ella estaba metida, sin saberlo, en medio de un mal asunto. Habían llegado a sus manos unos documentos clasificados pero por suerte no tenía ni idea de lo valiosos que eran. La delató el chaval pelirrojo que acabó por confesar, en sus últimas palabras, que los había guardado en un lugar seguro pero no costó dar con ellos. Una vez los recuperé registré su piso a fondo pero no había nada más, estaba del todo limpio. Era obvio que la chica no estaba metida en nada sospechoso pero tenía que cerciorarme de ello. En cuanto la conocí supe al instante que ella era especial. Hubo entre nosotros una especie de embrujo, quedé prendado y ahí empezaron los problemas.

No lo habrían comprendido, se nos estaba prohibido intimar con nadie y no fui lo suficientemente fuerte para contarle la verdad... verdad, tan cruda e injusta, cruel e inevitable, sencillamente no se merecía eso. No tenía suficiente fuerza para revelar, destrozar a quien consiguiese llegar a lo más sincero de mí. Era el momento de desparecer por el bien de los dos.

Di innumerables vueltas asegurándome de no tener "compañía". El corazón me palpitaba a cien por hora, sólo quería dejarlo todo atrás... todo. Aunque había cosas que llevaría conmigo para siempre. Olvidar se convirtió en una meta, aunque inalcanzable.

¿Qué sentido tenía seguir viviendo de esa manera? el tormento insaciable se apoderaba de mí cada vez que cerraba los ojos, cada vez que los abría, cada vez que me acostaba, presente en todos mis cortos sueños y en cada despertar. La fe ciega convertida en burla y la esperanza en una llama extinguida. Cuesta asimilar algo así. Recuerdo que el día en que me lo revelaron oficialmente se me subió el estómago a la garganta y lo devolví absolutamente todo. No tenía preguntas, ni palabras. Era así y no había más que hablar. Lo que fue una sospecha, poco más que suposición durante meses, se convirtió en realidad en un segundo, sin marcha atrás. Aguanté tanto cuanto me fue posible, hasta que un día, cedí.

Mi vida anterior no tuvo demasiado sentido tampoco pero al menos me la sentía mía. Y el sólo hecho de saber que existía un futuro por negro que este fuera y por lejos que quedara, el mero hecho de saber que existiría era un pequeño aliento de esperanza, ahora ya ni eso se nos permitió.

Hacía semanas que no salía de casa ni hablaba con nadie. Solo en la habitación de un oscuro y minúsculo apartamento a las afueras de Bonn. Vivía enganchado a los pasatiempos de la red sumergido en alcohol y consumido por las drogas, refugio para aquél quien no sabe escapar de su propia realidad. No podía compartir con nadie lo que sabía del cierto ¿quién tiene derecho a revelar algo así? Además, contando ese tipo de cosas tentaba la suerte de no haber sido encontrado hasta el momento. Aunque ser invisible era lo que había estado haciendo durante media vida.

Había conseguido subsistir exprimiendo mi pasado, todo ese entrenamiento bien merecía un fruto real. Ejercía de mercenario, principalmente contratado por los peces gordos de la droga y la prostitución. Amos de la ciudad que necesitaban de mis servicios para conservar su reputación y credibilidad a la hora de cobrar a pobres desgraciados que ya no les quedaba ni la ropa por empeñar, camellos desesperados que acabaron por vender a sus mujeres e hijas por conseguir un poco más de tiempo. A la vez que me proporcionaban lo que requería. Pero desde el último encargo, unas semanas atrás, que nadie se dejaba caer por allí. Se decía que me había vuelto loco, que había perdido el control... lo mejor de todo es que probablemente tenían razón.

Eran las 4 o las 5 de la tarde... me había desmayado. Por lo visto después de la tercera dosis de esa mezcla que diseñaron especialmente para mí. Debí tener un mal día... Cuando me percaté de que había un mensaje aguardando en mi cuenta de "trabajo".

-"...Tengo un encargo para ti, pásate por la oficina... LU." Era Luciano, uno de mis contactos. Nadie conocía su nombre real. Se hacía llamar así por su ascendencia italiana. Su familia había estado vinculada a la mafia desde siempre, cosa de la cual él se enorgullecía, un tipo cínico donde los haya. Antes me fiaría de una planta carnívora que de ese elemento pero la despensa empezaba a escasear, así que...

La "oficina" era un bar del centro llamado Claro de Luna, un nombre demasiado bonito y delicado para lo que realmente era: una de las "tiendas" de Luciano. Abierto las veinticuatro horas y un lugar seguro fuera del alcance de las patrullas o curiosos. Los corruptos agentes sabían que no debían asomar sus narices por allí, todo el mundo conocía bien a su dueño y de lo que era capaz.

Como era habitual Luciano no estaba, a él sólo lo vi una vez y no guardo muy buen recuerdo de ese encuentro. El camarero desde detrás de la barra me pasó una tarjeta del bar en cuyo dorso aparecía escrita únicamente una dirección, no me contó nada. No hacía falta, mi tarea estaba clara.

Sin pensarlo dos veces me dirigí hacia allí, cuanto antes terminara antes cobraría el trabajo. Las calles estaban desiertas a esas horas, el calor asfixiante y el vaho del asfalto  parecían formar parte de todo. El silencio reinaba a sus anchas sólo interrumpido por el rítmico ruido de mis pasos. Cuando de repente un correteo y algunos gimoteos aparecieron de en medio de la nada. Al levantar la cabeza, un tipo calvo un tanto obeso persiguiendo e insultando en voz baja a una mujer con el vestido medio roto. Se acercaban a toda prisa de frente desde el final de la calle. Me aparté a un lado aunque no pasé desapercibido. Al acercarse ella hizo un giro situándose a mi espalda y flojito con voz temblorosa me dijo -"ayúdame por favor"- debía estar muy desesperada al buscar refugio en un desconocido pues la ciudad no se caracterizaba por la hospitalidad ni la simpatía de sus habitantes.

Pasó todo muy deprisa… el hombre llevaba una navaja en la mano y sin dudarlo me la clavó en el costado sin yo poder ni siquiera reaccionar. No estaba en mi mejor momento y me llegó todo por sorpresa. Mi acto reflejo fue empuñar mi pistola y sin que él pudiese ni abrir la boca, se la volé. La mujer salpicada de sangre temblaba asustada sin saber si agradecérmelo o salir corriendo. Muy agotada o aterrorizada debía estar por no hacerlo, se quedó ahí con agitada respiración. No recuerdo muy bien esos instantes…sólo que pensé "…mierda…".

Sangraba, aunque eso no era lo que más me preocupaba. Me dijo que vivía cerca, que lo menos que podía hacer era curarme. La verdad es que era la mejor, por no decir la única opción que tenía. Allí empezó todo. Como un macabro capricho del destino los cabos se fueron atando en silencio.

Al llegar caí en la cuenta de que esa era la calle. Al llegar al portal, ese era el número. En el ascensor, esa era la planta y el lento desfile hasta plantarnos, yo apoyado en su hombro y con la camisa empapada de sangre, frente a la puerta, ese era el piso. Pregunté desconcertado si vivía sola, me respondió que sí, que desde la muerte de su marido y de su hijo no le quedó más remedio que mudarse a ese rincón. El shock de la situación hizo que no me sorprendiera tanta sinceridad con la poca confianza que había, pues no intercambiamos ni una frase en todo el trayecto. Al entrar, encima de un viejo mueble medio roto, apareció una foto de ella junto a un hombre y un chaval. Reconocí esas caras. Se me paró la respiración. Entonces me desmayé.

Al despertar me encontré en la cama. En una habitación oscura en el que faltaban pedazos del papel pintado en las paredes, cajas de cartón por todas partes. Me quedé en silencio observando mi alrededor. Tenía la herida suturada y estaba desnudo entre las sábanas. Curioseé, sin levantarme, en los cajones de la mesita de noche. Un montón de condones, algún consolador, esposas y juguetes varios, calmantes, somníferos, drogas varias y una pistola. Mientras hurgaba lo que tenía a mano oí la puerta principal cómo se abría. Cogí el arma en un acto reflejo y me escondí detrás de la puerta. Se abrió lentamente y vi asomarse una cabeza. Con un gesto rápido la cogí del brazo y la tiré en la cama apuntándola con la pistola. Su cara era de cierta confusión pero no de miedo, cosa que me sorprendió. Yo estaba del todo desorientado, demasiadas coincidencias de golpe y demasiadas horas sin mi dosis. No dijo nada a la espera que fuera yo quien preguntase algo o dijera alguna cosa. Al ver que no decía nada me mostró, bajando las cejas y con un gesto de pregunta, la tarjeta que me dio el camarero. Mi cabeza no conseguía aferrarse a nada estático. Flashes de imágenes golpeaban mi cordura… la poca que me quedaba, en un acto casi involuntario me encañoné la pistola en la boca y apreté el gatillo, pero no pasó nada. Lo volví a apretar una y otra vez… "…está descargada…" dijo.

Mirando de manera totalmente desesperada a mi alrededor, estaba del todo perturbado, fuera de control, empecé a golpearme la cabeza con la pistola, hasta que noté cómo la sangre se deslizaba por mi frente hasta la mejilla y goteando desde la barbilla. Ella intentó detenerme acercándose y agarrándome de la mano, le propiné un golpe que la despidió a la cama, ella también sangraba. Fueron unos instantes sórdidos, oscuros. Me abalancé sobre ella y le arranqué la blusa y el sujetador de un sólo manotazo y la falda de un tirón. Le desgarré las bragas arrancándoselas de sus caderas y la poseí de manera fría y cruel.  Ella parecía dejarse hacer, de manera pasiva, inerte, inmóvil, tan sólo las contracciones de su abdomen dejaban entrever unos sollozos callados, escondidos, debía estar atemorizada. Pero yo estaba perdido en medio de la nada, demasiado lejos para percatarme de esos pequeños detalles. Al culminar la faena, después de las últimas sacudidas de mi castigada y angustiosa libido, me dejé caer muerto encima de su cuerpo en un aplastante desazón con mi cara abatiéndose en las sábanas húmedas de sangre. Me puse a llorar como nunca lo había hecho. Al cabo de pocos segundos ella me amasaba el pelo de manera consoladora, como quién intenta calmar a un niño después de una pesadilla. En esos instantes me sentí como un granito de arena en el fondo de algún bolsillo, a salvo, seguro, comprendido.

Nos quedamos de esa manera durante unos pocos pero largos minutos. Sin decirme nada me apartó de forma suave, se dirigió al baño y volvió al cabo de un rato con algodón y alcohol para curar la herida de mi frente. Se había puesto un albornoz que me recordó a uno que tenía Martha, de color negro brillante con forma de kimono. Se sentó en el borde de la cama. Mientras la tenía en frente y  me atendía con inusitada delicadeza, no podía mirarla al rostro, sentía una profunda vergüenza de lo que acababa de hacer. Apenas sentía el escozor del alcohol contactando con la carne viva. Poco a poco fui subiendo la vista. Aunque se cubría el cuerpo con el albornoz, se dejaba entrever una silueta escuálida. Ni me había fijado instantes antes cuando la tuve desnuda ante mí. El pelo le tapaba parte del rostro pero no el corte del labio que aún estaba inflamado. Tenía algún que otro moratón pero esos eran de hacía días, ya casi se confundían con el color de la piel. Seguí subiendo hasta dar con sus ojos. Ella estaba concentrada en la herida, sólo de vez en cuando se le escapaba una mirada que duraba décimas de segundo, una mirada fugaz, evasiva.  Mientras la miraba, le decía por dentro una y otra vez las mismas palabras, repetidamente en un grito desesperado de mis entrañas. De repetirlas tantas veces, finalmente, sin pretenderlo, huyeron de mi mente para ser libres y hacerse realidad, salieron de mi boca.

-Lo siento. –Yo fui el primer sorprendido al escuchar esas palabras de mi voz.  Pasaron unos segundos antes que ella contestara.

-Tranquilo, no le des más vueltas, no te sientas importante ahora. Si la mitad de hombres me trataran con la mitad de delicadeza que tú, sería la mujer más afortunada del barrio.-Dijo, intentando restarle importancia con un ácido sentido del humor.

-Pues deberías empezar por poner balas a esa pistola, ¿no crees? Respondí de manera seria pero intentando seguirle el juego.

-¿Y de qué serviría?¿para que dejaran de venir y me quedase sin trabajo? ¿O para que me acabaran matando a mí también? –Dijo en un tono conformista mientras tapaba la botella de alcohol, había terminado con la herida.

Yo me quedé en silencio.

-Además, sería incapaz de matar a una mosca. La pistola es cosa de Denis, era suya.- Dijo mientras la recogía del suelo sin levantarse de la cama y la frotaba lentamente con un pedazo de algodón limpiándola de restos de sangre y mirándola con tristeza. 

-Entiendo...- Dije mientras negaba ligeramente con la cabeza y alzaba las cejas, recordando en la de “moscas” y “moscardones” que yo sí había matado.

Las manos me temblaban desde hacía un rato, intenté disimularlo frotándomelas pero ella ya se había percatado.

-Toma, esto te calmará.-Dijo mientras hurgaba en el cajón de la mesita sacando un frasco y ofreciéndome un comprimido.

-¿Qué es? -Pregunté desconfiado.

-La misma mierda que necesitas, o algo parecido.-Dijo mientras guardaba el arma en su cajón y devolvía el alcohol al baño.

Dudé un poco pero el temblor era cada vez mayor y se me empezaba a extender a los brazos, me apliqué el comprimido. Era bastante suave, mis dosis eran más fuertes pero sirvió para detener el temblor.

Oí cómo cerraba la puerta del baño y se daba una ducha. Aproveché para inspeccionar un poco la casa en busca de mi ropa y mis cosas. Las encontré encima de una silla, en una pequeña sala que parecía servir de cocina, comedor y tendedero, todo en uno. No me costó hacerlo ya que aquél piso era minúsculo, mucho más pequeño que el mío aunque costara de imaginar. Empecé a vestirme pero la camisa estaba inservible, con un agujero en el que me pasaba la mano entera y toda ella teñida de sangre. Revisé mi arma y mi cartera. Todo parecía correcto aunque ella me había estado hurgando las cosas, faltaba algo de dinero y la tarjeta del encargo. Recordé que ella me la enseñó antes de perder yo los estribos. 

En esos instantes salió del baño peinando sus largos y lisos cabellos mojados, seguía con el albornoz que tantos recuerdos me traía. Era como ver a Martha. Me miró y me preguntó con un tono totalmente aséptico:

-¿Ahora es cuando me vas a matar? –Estuve unos segundos mirándola en silencio, ese tipo de preguntas tan directas descolocan a cualquiera.

-No voy  a matarte.- Salió de mi boca sin pretenderlo, pero era un sincero deseo.

-Entonces, ¿a qué te mandaron? Conozco el Claro de Luna y lo que se cuece allí, no creo que te recomendaran este lugar por lo selecto de su servicio o su decoración.- Dijo con cierto reproche pero sin perder ese sentido del humor tan particularmente negro.

-Me enviaron para eso, sí, no voy a negarlo. Pero estoy harto, he tocado fondo ya tantas veces que estoy cansado. Si la pistola llega a estar cargada, en estos momentos tendrías todos mis sesos esparcidos por tu habitación. Tal vez sea una señal, una oportunidad de cambiar. Si sigo igual quizá sea mañana que estén esparcidos en algún otro lugar. No quiero redimirme ni ser buena persona, ya es muy tarde para todo eso.-Hablaba muy sentidamente, muchas de las cosas q estaba diciendo las veía más claras que nunca justo en ese momento. Mientras hablaba me senté de manera deshinchada en la silla, con los hombros caídos mirando al suelo.- Simplemente quiero poder dormir por las noches, poder mirarme al espejo sin maldecirme. Procurar olvidar y que se olviden de mí. Desaparecer, pero de verdad, no tan sólo huir de rincón en rincón.-Levanté la cabeza y la miré esperando algún tipo de gesto o palabra por su parte.

-Cuando acabes de lloriquear lárgate y cierra la puerta ¿vale?-Dijo de manera escalofriantemente impasible mientras regresaba al baño.

-¿Pero a ti qué coño te pasa?-Grité mientras la seguía hasta la puerta del baño.- ¿Ahora resulta que vas de dura por la vida? Pero mírate, estás igual de jodida que yo o mucho peor. No tienes nada, no tienes a nadie y ahora van a por ti. Quizá te libres de mí pero habrá un siguiente y probablemente ese acabe el trabajo. Y posiblemente antes de acabarlo se quiera divertir un rato contigo. Sé de lo que hablo, los he visto trabajar, están todos jodidamente locos, no tienes ni puta idea de lo que son capaces. Yo no sé lo que les habrás hecho pero les has cabreado y te quieren muerta.

-Vale ¿y qué narices se supone que tengo que hacer? ¿Te crees que me importa que me maten?¿Piensas que tengo las más mínimas ganas de seguir viviendo así?¿Te crees que si hubiese tenido el valor suficiente para hacerlo no me habría matado yo misma ya? Cuando la puñetera pistola tenía balas, cada noche antes de acostarme me la ponía en la boca deseando que terminara todo de una vez.-Las lágrimas le ahogaban las palabras, se había desmontado por completo. Me acerqué a ella y la abracé. Se resistió durante un instante pero acabó por ceder. Estuvimos en silencio hasta que la situación se calmó un poco.

-¿Cuál es tu nombre?-Pregunté cayendo en la cuenta que no sabía cómo se llamaba. Ella sí que debía saber el mío pues había hurgado en mi cartera y debía haber visto la documentación, que aunque era falsa el nombre de pila era el mismo.

-Elise- Murmuró algo más tranquila mientras inspiraba fuerte y brevemente para que no le manara más la nariz.

-Mira Elise, los dos estamos en apuros. Pero podemos ayudarnos mutuamente para salir de este pozo. Salgamos de aquí, vayámonos lo más lejos que podamos y una vez allí que cada uno siga su camino si es lo más conveniente. ¿Qué me dices?

Asintió de manera breve y vigorosa-Tengo miedo -Volvió a apoyar su mejilla en mi hombro. Al fin y al cabo detrás de esos muros impenetrables que en ocasiones levantaba, habitaba una persona sencilla y sensible, no era tan fría como quería hacer creer.

-No tengo demasiado dinero ahorrado, ni nada de valor para poder vender.- Añadió levantando los hombros.

-Bueno, a mi me deben algún dinero. Para empezar creo que habrá suficiente.

Se vistió y llenó de ropa una mochila. Cogió cuatro objetos personales y me dijo que estaba lista. A mi me prestó una camisa de hombre, me iba un poco ajustada pero serviría.

Antes de salir inspeccioné por la ventana y por el corredor para cerciorarnos que teníamos vía libre.

Caminamos rápido, observando todo cuanto se movía alrededor. Cada diez o quince metros ella tenía que avanzar unos pocos corriendo para no quedar rezagada.

Nos metimos en una cafetería a tres manzanas del Claro de Luna. Le dije que si tardaba más de media hora hiciese lo que creyera más conveniente, que lo más probable es que me hubiesen descubierto. Estaba asustada pero asintió con decisión.

Me dirigí al bar, antes de entrar respiré profundamente un par de veces y me dispuse a abrir la puerta, no sin antes convencerme de que necesitábamos ese dinero de lo contrario no hubiese asomado la cabeza por allí ni loco. Luciano tenía hombres por todas partes, se decía que él sabía todo lo que ocurría en la ciudad incluso a veces antes de que pasara. Yo comprobaría en pocos segundos si eso era cierto.

Al cruzar la puerta oí una voz que dijo:

-Hombre! Ya llegó, por fin. Has tardado mucho, el jefe empezaba a impacientarse. Comentó un par de veces que no era normal, que tu trabajabas rápido y limpio, incluso creo que estaba preocupado por ti.-Dijo desde detrás de la barra mientras secaba unos vasos, su tono era amigable pero con esa gente nunca sabes qué es peor.

-Pero qué dices hombre, ¿el jefe preocupado? A quién quieres engañar. Los trozos de hielo no se preocupan. En el argot mafioso eso era algo parecido a un piropo, mientras me acercaba para sentarme en la barra. Lo hice lentamente ya que con el ajetreo me dolía la herida del costado.

-Pero en serio, pareces cansado ¿todo ok?

-Sí, una mala noche, eso es todo. Ponme algo fuerte. -Mientras conseguía sentarme.

-Joder tío, menuda rascadita. Te liaste a cabezazos contra un muro o qué.

-No preguntes que si te cuento no me crees. -Mientras servía un par de vasos.

-Venga hombre no me vas a dejar así ¿verdad? Además, el jefe querrá saber qué ha pasado, si se lo cuento yo seguramente te libres de tener que contárselo tú. -El orangután este tenía razón.

-Pues cuando acabé el trabajo me metí toda la mierda que encontré en el piso de la puta. Algo malísimo, se me puso fatal, no sé ni cómo llegue a mi casa.-Di un sorbo mientras iba pensando- Debí ir a mear o algo y creo que me desmayé y debí darme de lleno con el retrete. La cuestión es que me he despertado esta mañana en el baño, en medio de un charco de sangre, con los pantalones bajados y con la cabeza doblemente a punto de estallar. Al jefe si te pregunta, vale, pero como se lo cuentes a alguien más te juro que te arranco las orejas, te las meto por el culo y después te las hago comer ¿me has oído?- Se suponía que este tipo de comentarios hacían gracia, al menos a los memos autistas con aires de matón como el que tenía en frente. Miré el reloj y se me empezaba a hacer tarde.

-Bueno, ¿tienes lo mío?-Dije justo antes de acabarme la bebida de un trago y levantarme del taburete.

-Sí, aquí está. Y un regalito de parte de la casa, que lo disfrutes.-Era un cartucho con cuatro cápsulas con mi dosis.

-Recuérdame que un día te lleve de marcha Harry, no puedes pasarte la vida aquí dentro hermano.-Dije mientras me retiraba.

-Tú sí que eres legal Mike. Hasta la próxima. –En mi interior esperaba no volver a ver a ese individuo en mi vida.

De camino a la cafetería me pasaron varios pensamientos fugaces por la cabeza. Por un lado tenía presente que lo que acababa de hacer, en condiciones normales, era literalmente un suicidio. Mentir a esa gente era firmar tu propia sentencia de muerte. La fidelidad es el tesoro más preciado en las entrañas de la mafia y la traición la pena más severamente castigada. Los secuaces de Luciano me buscarían incansablemente, esa gente no olvida. Pero me sentía tan hastiado que ya no temía a nada ni a nadie, no me importaba demasiado nada.

Por otro lado pensaba en intentar trazar un plan, para saber hacia dónde dirigirnos, qué ruta seguir y cómo hacerlo exactamente.

Y por último me veía huyendo una vez más. Fue inevitable recordar la última vez que me encontré en una situación así. Y me volvió a venir a la mente el pasado y Martha. Me hubiese ido con ella hasta el fin del mundo, menuda paradoja. Lo dejé ahí para no caer en un camino sin salida. Necesitaba estar al cien por cien para intentar jugar bien la carta que teníamos. De momento teníamos tiempo pero no sabía cuánto. Hiciésemos lo que hiciésemos tenía que ser rápido.

Llegué a la cafetería, al entrar ella me miró abriendo los ojos con expresión de exclamación y sopló con cara de alivio. Pobre, cuando miré el reloj pasaban cinco minutos de lo acordado. Supuse el mal rato que debía haber pasado. Mis cinco minutos de camino hasta la cafetería habían sido como veinte o treinta segundos pero los suyos debían haber sido como torturadoras horas. Qué caprichoso es el tiempo con nosotros.

-¿Ha ido todo bien?- Preguntó bajando la voz.

-De momento. Si no, no estaría aquí.-Respondí con intranquilidad.

Ella aguardó silencio.

-Venga Martha, salgamos de aquí- Dije mientras me cogía la bolsa, tenía ganas de salir de esa ciudad, de irme lo más lejos posible.

Cogimos un taxi hasta la estación de tren y nos subimos al primero que salía con el trayecto más largo. Hasta que no estuvimos en nuestro compartimiento y el tren no arrancó no pude relajarme y respirar un poco más tranquilo. A Elise también se la veía más tranquila, mirando por la ventana con la ilusión de una niña pequeña a punto de irse de excursión. Me confesó que ella nunca había salido de Bonn. De pronto me vino un flash de la cafetería,  la había llamado Martha. Serían los nervios del momento pues parecía que ella tampoco se había percatado, al menos no me comentó nada.

Nos bajamos en Berlín, donde pasamos un par de días. Después nos dirigimos hasta Viena. No teníamos un itinerario establecido ni una estrategia. Acabamos en esa ciudad por mero capricho del destino.

Pasaron algunas semanas. Nos cambiábamos de hotel o de pensión a menudo, la prudencia era lo único que nos podía mantener a salvo.

El desliz se repetía a menudo. En alguna ocasión, sin prestar demasiada atención en ello, la llamaba Martha. Ella hacía como si nada, como si la hubiera llamado por su verdadero nombre, ni se inmutaba.

Aunque el trato inicial era alejarse de Bonn y que después cada cuál hiciese lo que creyera conveniente no volvimos a hablar del tema. Estábamos juntos, seguramente por necesidad, tampoco teníamos a nadie más. En alguno de mis cortos y solitarios paseos a la vera de lo que años atrás había sido el Danubio, vislumbré un destello de verdad que asomaba. Lo único que me había conseguido despertar algún vestigio humano desde mi primera fuga, fue Elise. A pesar de que ella me importaba más bien poco, era como tener cerca y mantener vivo el recuerdo de Martha y eso me mantenía vivo. Y no es que se pareciesen, juraría que eran como la noche y el día. En realidad ya no sabía muy bien cómo era Martha. Lo nuestro fue intenso pero fugaz y mi memoria era imprecisa y mis recuerdos borrosos y adulterados pero tenían algún gesto en común y la misma esencia en el rostro, al menos de la manera que yo la recordaba.

Creo que, por su parte, a ella le sucedía algo parecido. En alguna ocasión se metía a hurtadillas en mi cama, en mitad de la noche. Y sencillamente me amasaba el pelo dibujando suavemente un círculo con sus dedos. Creo que ella depositó en mí el recuerdo de su esposo o de su hijo, o quizá el de ambos.

De vez en cuando teníamos sexo, un sexo áspero y distante. Normalmente llegaba bajo los efectos de los comprimidos. Nos dejaban en un estado relajado pero casi catatónico, las maniobras a la hora de proceder al acto eran torpes y aparatosas, no había nada de excitante en ello. Al terminar, si lo lográbamos, nos quedábamos tumbados mirando el techo. Entre largos lagos de silencio alguno de los dos hablaba, no siempre con sentido, tan sólo para dar señales de vida. Yo le hablaba a Martha y ella a su esposo o a su hijo, en el fondo tenía poca importancia.

Un día, entre dos de esos lagos de silencio, confesé algo que me estaba quemando desde hacía ya demasiado tiempo, una cosa más, una de tantas.

-Martha, preciosa, hay una historia que revolotea por mis entrañas y es la que no me deja dormir. Al llegar lo pasé muy mal. Te tenía en mi cabeza a todas horas. No encontraba trabajo, dormí algunas semanas en la calle viendo morir a gente por no tener nada que comer. Sus cuerpos quedaban arrinconados en algún callejón durante días, medio comidos por los perros. Amasijos de carne cociéndose bajo el sol vengador. Fue entonces cuando me mezclé con esa gente. En uno de mis primeros trabajos acompañé a Luciano y a dos de los chicos. Cuando aparecieron el hombre y el chaval nos los llevamos al jardín japonés. Allí presencié con mis propios ojos lo que un hombre es capaz de hacer. El hombre lloraba rogando por la vida de su hijo mientras lo apaleaban de manera cruel, pero sin llegar a matarlo. Después le tocó el turno al chico, bajo la impotente y desesperada mirada de su padre incapaz de moverse, llorando a gritos. Cuando eran poco más que dos masas agónicas arrastrándose lentamente por el suelo me encomendaron culminar la labor. Disparé, aguantando la respiración, al padre en la nuca. Y cuando tenía encañonado al chico, levantó la cabeza y me miró a los ojos. Justo antes de pulsar el gatillo, en pleno delirio y de forma apenas entendible, sólo dijo, “Mamá...”

Desde entonces tengo esa mirada clavada que me observan a cada momento. Cuando cierro mis ojos, los suyos aparecen delante de mí.

Pasaron largos segundos de silencio mientras ella seguía amasando mi pelo. Me dio un beso en la frente y siguió con su arte táctil. La oí susurrar de manera muy suave “...gracias...”. Con el agradable masaje no tardé en trasponerme y quedar dormido.

Me despertó de golpe un sonido violento. Me levanté exaltado buscando mi arma en la mesita de noche, en un acto de puro reflejo, pero no estaba allí. Al levantar la cabeza vi la pared salpicada de un rojo fuerte y deslizante. En el suelo, el cuerpo de Elise. Me puse las manos en la cara creyendo que era otra oscura pesadilla. Y sí que era otra oscura pesadilla, pero esta había pasado de verdad y la tenía en frente de mí.

Miré la pistola en el suelo y no dudé en cogerla. Justo antes de disparar se me cruzó por mi mente, en un sólo flash, todo lo que me había llevado hasta aquí y ahora. Te quiero Martha.

Mike K–Invierno de 2106


Proyecto Nuevo Génesis - Parte I: La Tierra: