Jordi Dalmau -Biólogo Marino-
En 2057 yo tenía 25 años, me propusieron formar parte de un proyecto algo ambicioso por su magnitud. Se pretendía elaborar y clasificar un muestrario de material genético de toda la fauna y flora terrestre bueno, en mi caso, marina. Los gobiernos y las empresas punteras de distintos sectores repartían becas y subvenciones como quien reparte caramelos a los niños el día de los reyes magos y habría sido un gran error desestimar esa oportunidad en la situación actual.
Estábamos atravesando la mayor crisis jamás vista, irrumpió como una tormenta devastadora sin apenas haber podido ver las nubes a lo lejos. Nadie en todo el mundo pudo evitarla y se extendió como una mancha de aceite por todo el planeta.
Por entonces yo estaba estudiando y apunto de entrar en la universidad, hubiese podido dejarlo y buscarme una vida más directa y eficaz como hicieron la mayoría de mis compañeros, pero mis padres insistieron en que terminara mis estudios. A pesar de que mi padre se había quedado sin trabajo y de que mi madre no podía trabajar a causa de un accidente de coche años atrás, invirtieron todos sus ahorros en mí y mi formación. Menuda responsabilidad. Aunque debo reconocer que la biología marina me apasionaba. Mi tesis se centró en la preservación de una alga marina que crecía en los arrecifes de coral llamada zooxantelas, que desde hacía unos años corría grave riesgo de extinción a causa del cambio ambiental y su desaparición pondría en peligro la existencia del coral, ya amenazada, y la existencia del ecosistema entero. Tuvo buena acogida en entornos especializados cosa que me abrió las puertas a escribir algún artículo en un par de publicaciones científicas bastante modestas.
Al terminar la carrera y tras vender el coche para poder financiarlo, hice un master en oceanografía. Y cuando me disponía a entrar en la jungla de la realidad, a buscarme un trabajo, a intentar salir adelante en este mundo patas arriba, me llegó una carta certificada informando que se requerían especialistas para un proyecto científico. No lo acabé de entender pues ni siquiera había enviado un sólo currículum. Me puse en contacto con ellos y al cabo de un mes ya me encontraba en la otra punta del mundo en un pueblecito costero de Papúa recogiendo y analizando muestras.
El lugar era de ensueño a pesar de la extrema pobreza en la que vivían. Sólo había dos coches en toda la región y uno de ellos era el nuestro. El trato con la gente de allí era amable y respetuoso pero resultaba difícil intentar explicar el porqué nosotros cobrábamos en un día lo que familias enteras no conseguían reunir en medio año y total por recoger “plantas” del mar que no eran ni comestibles ni útiles. Visto así era un poco absurdo. Decidimos, por unanimidad de todos los miembros del equipo, que una vez por semana invitaríamos a toda la gente del pueblo a una cena de “hermandad”.
Las cenas solían terminar a altas horas de la madrugada entre litros de cerveza e historias sobre mitos y leyendas que contaban los nativos alrededor del fuego. Esa época la recuerdo con un especial sentimiento de libertad, apartados del mundo civilizado, en las profundidades de un autentico paraíso y disfrutando de cada día en contacto con el mar totalmente al margen del mundo, en otra realidad. Cuando hablaba con mis padres y me contaban cómo estaban yendo las cosas costaba de imaginar que ese mundo tan oscuro y agónico fuese el mismo en el que estaba yo. Cada mes les enviaba parte de mi sueldo, a ellos les hacía mucha más falta que a mí.
En una de esas cenas de “hermandad” se nos unieron los miembros de una expedición francesa. Allí la vi, sentada junto al fuego escuchando entusiasmada la historia de Dudugera, el “niño-pierna que se convirtió en sol”. Yo ya me sabía la historia de memoria y no podía dejar de mirarla. Las llamas se reflejaban en sus ojos de una manera cristalina dándoles más expresión si cabía. Sentada en el suelo abrazando sus rodillas no perdía un sólo detalle de la narración, parecía traspuesta. Cuando la historia terminó ella aplaudió más que nadie con una sonrisa alegre, abierta, sincera, de gratitud. Incluso me pareció ver sus ojos llorosos de emoción. Cuando los aplausos se fueron apagando se creó un silencio reposado, todos hipnotizados mirando el fuego y repasando mentalmente la historia. Todos menos yo, yo estaba hipnotizado con ese ser que parecía haber bajado del mismísimo cielo.
Después de observarla durante un buen rato y al ver que ella parecía estar del todo absorta por el lugar y su gente, pues no había mirado hacia nuestra posición ni una sola vez, me inundó un espíritu de coraje y valentía nada propio en mí. Seguramente que las más de diez cervezas circulando por mi cuerpo tendrían algo que ver, me levanté, agarré un par de botellas, me dirigí hacia ella y solté:
-Hola, ¿te apetece una cerveza?- Ofreciéndole una botella.
-Ah, gracias, tú debes ser de los oceanógrafos.- Dijo sin perder la sonrisa.
-Pues digamos que sí, ¿te molesta que me siente?
-Qué va! Por el mar!- Alzó la botella ofreciendo un brindis.
-Pues por el mar.-Di un pequeño sorbo- Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Ups!, perdón! Me llamo Michelle, Michelle Duvivier, ¿y tú eres?
-Jordi Dalmau, un placer.
-Lo mismo digo Jordi. ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?
-La semana que viene hará... un año, buf parece mentira!
-Caray, que envidia...
-La verdad que no puedo quejarme, este sitio es realmente chulo. ¿Y tú a qué te dedicas? ¿Qué os trae por aquí?
-Soy antropóloga, estamos estudiando las distintas etnias y culturas, digamos que haciendo un censo del legado de la humanidad!- Dijo con aire solemne mientras brindaba al cielo en un tono algo sarcástico.
Estuvimos hablando, me contó que su madre había sido profesora de antropología en la universidad de París y autora de varios libros especializados. Intuía cierta admiración hacia la figura de su madre aunque ella intentaba ocultarla. La razón era que Michelle y su hermana menor, Vanessa, pasaron toda su infancia con su padre. Su madre apenas estaba en casa. Acudía a clases, daba conferencias y ejercía trabajos de investigación por todo el mundo. Y cuando estaba en casa se encerraba en su despacho para escribir o trabajar, creo que le tenía cierto recelo por ello, no cabía a entender cómo una madre podía llegar a actuar de esa manera, era incomprensible.
Su padre era psicólogo, tenía una pequeña consulta en la casa donde vivían. Años atrás había trabajado en un centro bastante reconocido, pero lo dejó. Ella no sabía exactamente la razón, eran muy pequeñas, tan sólo se dijo que fue por motivos personales. Ahora la especialidad de su padre eran las amas de casa depresivas y los trastornos neuróticos típicos de nuestro tiempo. Me reveló que ella no empezó a vivir su vida hasta la estancia en la universidad. Le vino este trabajo de manera muy parecida a mí y de alguna manera supongo que se sentía más cercana a intentar comprender la vida que escogió su madre. Me dio la sensación que le intentaba seguir los pasos, pero no se lo dije.
-¿Te apetece ver un sitio espectacular, Michelle?
-Sorpréndeme. Dijo con ojos pícaros, retándome.
Cogimos unas botellas y nos dirigimos caminando hasta una playa de arena plateada que incluso de noche deslumbraba. Era uno de mis sitios favoritos, el ruido de las olas y los millones y millones de estrellas creaban un clima fascinante. Nos sentamos sin decir nada durante unos minutos.
-¿Por qué pasa esto? Me refiero a que en el mar es todo mucho más sencillo ¿porqué las personas buscamos siempre un poco más de lo que se puede, porqué la humanidad es así de inconformista? Tu debes tener alguna respuesta, tu estudias a la humanidad.-Solté sin más, aunque me interesaba el tema quería conocer su mundo, su pasión.
-Vaya con la preguntita. Yo creo, y es una opinión extra-profesional, que la grandeza a la vez que la desgracia de la humanidad es precisamente eso. Como especie, y más como civilización, no llevamos tanto tiempo pisando la tierra. Somos como bebés abrumados por el mundo, a pesar de las sociedades yo creo que el ser humano nunca ha dejado de sentirse solo y desvalido. Que busca la manera de ocupar ese hueco sin conseguirlo. A cambio de eso va encontrando sucedáneos que no alcanzan a satisfacer esa carencia. –Mientras hablaba se tumbó en la fresca arena mirando el cielo estrellado.- El hombre tiene la capacidad de razonar pero eso únicamente le ha servido para ver lo que nunca será capaz de entender. En todas las culturas han existido siempre los mitos, las religiones, las tradiciones; eso les ha dado un sentido a lo que no tiene porqué tenerlo, pero que es inconcebible para nuestras mentes no poder abarcarlo. –Hablaba de manera pausada y reflexiva, creo que hablaba para ella misma, para sus adentros, se reflejaban sus pensamientos. Me dio la sensación que si en ese momento me hubiese marchado, ella habría seguido hablando sola, hablando a las estrellas. –Sé que es un pensamiento de niña pequeña, pero en momentos como ahora me gusta imaginar que cerca de una de esas estrellas debe haber un planeta parecido al nuestro y, que en él, pueda haber alguien que nos esté mirando como nosotros lo estamos haciendo y preguntarse lo que nos preguntamos nosotros. Que ¿por qué somos así? Quizá porque no podamos ser de ninguna otra manera Jordi, así nos hemos hecho y así somos. –Me miró con ojos de tristeza, intentando disimular un profundo suspiro sin conseguirlo.
Fue entonces cuando sin pensarlo, guiado por un poder inconmensurable, me acerqué a sus labios y la besé. Ella no intentó evitarlo. Sus labios eran carnosos y dulces, le acaricié la cara, su piel era suave como la seda.
-Yo no sé de dónde venimos ni a dónde vamos, sólo sé que celebro estar aquí y ahora.- Dije casi sin pensar, ella no dijo nada. Al instante caí en la cuenta de la monumental chorrada que había soltado, lo poco que venía a cuento, lo estúpido del comentario.
Volví a besarla para pasar la vergüenza, ella me agarró para que me echara junto a ella. Con una maniobra rápida y precisa se me sentó encima cogiendo la iniciativa. Mientras me besaba notaba cómo se estaba desabrochando la blusa, lentamente. Su pelo castaño parecía rubio a la luz de la luna, le acaricié el pelo prolongando la caricia hasta el cuello, hombros, pechos... deslizándome por su silueta, cayendo en la cuenta de que Michelle era simplemente perfecta.
Podría decir que esa fue la primera vez que hice el amor, pero no lo supe hasta ese momento. Lo que había hecho anteriormente no tuvo nada que ver con esto, fue especial, mágico.
Nos quedamos tumbados respirando agitadamente, tomando el aire como si nos faltase, uno al lado del otro intercambiando suaves caricias, temblando de vez en cuando por algún escalofrío repentino que sacudía nuestro interior. A lo lejos, detrás de las montañas aparecía el destello de lo inevitable, la noche nos abandonaba. Hubiese dado todo lo que tenía para que durara un par de horas más, qué injusto.
Empapados en sudor y rebozados con la fina arena decidimos darnos un baño en las transparentes y lujosas aguas del mar de Arafura, qué más se podía pedir...
Ella estaba muy callada y algo distante, en realidad éramos dos extraños, pero teniendo en cuenta que acabábamos de hacer el amor era una situación algo incómoda.
Intenté relajar la situación.
-¿Qué tal estás?- Pregunté como quien pregunta por la hora.
-Bien, ¿y tú?- Replicó de la misma forma.
-Pues muy bien- Contesté muy sentidamente.
Pasaron unos segundos de silencio mientras ya volvíamos nadando a la orilla.
-¿Cuántos días estaréis por aquí?- Pregunté finalmente lo que me interesaba saber mientras llegábamos a la orilla.
-Nos vamos esta misma mañana.- Me quedé colapsado.
-¿Cómo?
-Hemos parado a pasar la noche aquí. Cruzamos el estrecho de Torres y nos dirigimos al norte, a Drome en la región de Sandaun, este campamento nos quedaba de paso esa es la razón por la que paramos. –No podía creer lo que estaba oyendo, no me salían las palabras. Caminé hacia el montón de ropa con la mirada perdida en la arena bajo mis pies, era ya de día. Toda la magia se desvaneció junto con la noche, el traidor sol se llevaba lo que en pocas horas había llegado a apreciar más que a mi propia vida, el mito de Dudugera convirtiéndose en sol, el “azote de la humanidad” tomaron más sentido que nunca.
-Jordi, quiero decirte que he estado muy a gusto, de veras. Todo esto ha sido muy especial y no lo voy a olvidar. Sabes cómo va esto, a mi me duele tanto como a ti pero la misión es la razón por la cual estoy aquí. Sé que lo entiendes.
-Lo sé, no tienes porqué excusarte, lo entiendo, me duele pero lo entiendo.- Intentaba creer mis propias palabras.
-Haremos una cosa, nos mantenemos en contacto y quizá podamos volver a vernos ¿qué te parece?
-Qué me va a parecer... injusto.
Nos dimos un abrazo y nos despedimos. Yo me quedé sentado en la arena con miles de sensaciones contradictorias recorriéndome las venas, no sabía si ponerme a saltar y gritar o enterrarme en la arena ahogado en sollozos.
Los días que siguieron a ese encuentro fueron de los peores que recuerdo. Un vacío en el estómago me acompañó azotándome imágenes de esa noche. Una suma de sentimientos, por un lado la nostalgia y la sensación de haber perdido algo importante y por otro la ilusión y la impaciencia de lo que quedaba por venir. Todo mezclado con la incertidumbre de no saber lo que pasaría.
Pasaron los días y no tenía noticias de Michelle. Mi cabeza empezó a crear hipótesis de la nada, totalmente imaginarias. Quizá les había ocurrido algo, quizá para ella no significó nada y sólo me dijo aquello para facilitar las cosas, quizá había conocido a alguien mejor, quizá algún antropólogo de su misión le estaba haciendo la corte y al fin y al cabo tenía todo el tiempo del mundo para ganársela... el bullicio era inaguantable a la vez que imparable. Lo que más me torturaba era no saber nada de ella. Cada día revisaba el correo varias veces pero las esperanzas se iban fundiendo. Yo seguía escribiéndola a menudo, intentaba no parecer desesperado ni impaciente pero no siempre lo conseguía. Le contaba cosas, muchas de ellas sin venir nada a cuento pero el sólo hecho de estar escribiéndola me mantenía más cerca de ella.
Los compañeros intentaban animarme o mantenerme ocupado, en algunas ocasiones incluso abusaron de ese pretexto para acarrearme con algunas de las tareas más duras. Yo agradecía su empeño pero no servía de mucho.
Hablé con el director de la misión para saber si existía alguna posibilidad de contactar con la expedición de los antropólogos. Después de mucho insistir hizo un par de llamadas a los coordinadores de la zona pero nuestros programas eran de distintos departamentos y la información de cada uno era confidencial para el resto.
Mi desesperación me hizo emprender una búsqueda tediosa por la red. Tan sólo encontré rastros de su doctorado en la universidad de París. Encontré distintas páginas donde aparecía información sobre sus padres y de su hermana. Por lo poco que me había contado supuse que eran ellos pero todo referente a sus estudios y/o trabajos. Ni una dirección ni ninguna pista donde poder dar con ellos.
Habían pasado un par de meses y con ellos casi todas mis esperanzas de volver a ver a Michelle cuando se nos notificó un cambio de destino. Nuestra base se desplazaba hasta Wewak. Cuando me informaron de ello casi me da un vuelco el corazón, Wewak estaba a poco más de 150km de Drome, que era donde ella me dijo que estaban destinados. Recogimos el campamento base e iniciamos el trayecto. La impaciencia me comía por dentro, tenía ganas de llegar, de ir a visitar a Michelle, de saber porqué razón había desaparecido de esa manera. Pero a medida que pasaba el tiempo también me surgían las dudas, quizá no querría verme, qué le podría decir, quizá había cosas que no me contó, quizá era yo quién no sabía interpretar la evidencia, ella no quería saber nada más de mí...
Después de un viaje de casi doce horas y de acabar pudiendo convencer a Henry, el director, a cambio de hacer horas extra durante un mes entero; me hice con el coche y partí hacia Drome. Estaba destrozado, con la espalda y el trasero en forma de asiento de coche y colapsado de tanto camino de cabras pero apenas lo notaba.
Al llegar no me costó dar con su base, todos los habitantes del pueblo sabían donde estaba ubicada pero cuando llegué al campamento no había nadie, supuse que debían estar trabajando en algún poblado de los alrededores. Decidí esperarles.
No paraba de darle vueltas. Pero a pesar de ello todavía no sabía ni qué iba a decirle. Cuanto más pensaba en ello más absurda veía mi presencia allí. No había motivos para esperar nada, tan sólo pasamos una noche juntos. Posiblemente que para ella fuese una noche más pasando un buen rato con alguien o tan sólo un capricho que le acercara un poco más a su tierra. Tan lejos de casa las cosas cambian mucho, echas de menos tantas cosas que logras encapricharte de lo más inverosímil que pudieras imaginar. Recuerdo que al llegar llevaba siempre conmigo el llavero hecho de coral que me regalaron en el juego del amigo invisible en mi primer año de universidad. Era como un amuleto, un objeto cargado de sentido y sentimiento aunque antes del viaje permaneció encerrado en un cajón durante años sin hacerle ni caso. Quizá yo fui ese trocito de coral durante una noche, me sentía usado, ultrajado y enfadado conmigo mismo por ver en ella lo que posiblemente no existiera.
Llegó un instante en que realmente no sabía qué narices estaba haciendo yo allí. Era una estupidez sin sentido, decidí volver a mi base y olvidarme de todo o al menos intentarlo. Fue entonces cuando vi aparecer una cortina de polvo a lo lejos, un coche se dirigía hacia mí, era demasiado tarde para huir.
Observé con cara de circunstancias, intentando buscar una excusa con sentido, cómo bajaba del coche el equipo entero. Bueno, el equipo menos Michelle, a ella no la veía.
Me acerqué a uno de ellos y le pregunté dónde estaba Michelle, me contestó que había abandonado la misión y se había vuelto a Francia haría cosa de un par de semanas, por lo que dijo, por motivos personales. No podía creer lo que me estaba diciendo, no entendía nada. Pregunté si sabía cómo podía localizarla pero nadie sabía nada al respecto. Michelle apenas había pasado un par de meses con ellos y no le dio tiempo a hacerse con nadie. Me comentó que no era la primera vez que sucedía que alguien abandonaba tan temprano una misión. Había gente que no soportaba el clima, o las condiciones, o el ritmo de trabajo, o simplemente no era como en un principio supuso.
Emprendí mi regreso a Wewak tal como vine, con las manos vacías pero con más dudas si cabía. Mi imaginación era incapaz de crear ninguna posible causa de aquella marcha repentina y eso era peor que saber del cierto que se había olvidado de mí.
Fue muy duro remontar todo aquello. Hice lo único que podía hacer por entonces: volcarme en mi trabajo. Pasé los siguientes dos años de mi vida de misión en misión viajando por el mundo. Estuve en la India, Guinea, Costa Rica y Tanzania. Conocí a muchas chicas en esos lugares, incluso tuve una historia medio en serio con una bióloga con la que trabajé en la isla de Chumbe pero me resultaba muy difícil sacarme a Michelle de la cabeza. En mi corazón ella había conquistado un rincón y se resistía a cederlo. Yo seguía escribiéndole de vez en cuando y le contaba dónde estaba, lo que hacía, incluso algún día de especial nostalgia le confiaba mi estado de ánimo, mis pensamientos pero siempre de manera prudente sin confesarle mis sentimientos hacia ella. Se convirtió en una especie de ángel de la guarda silencioso.
Un día llamó mi madre para anunciarme que mi padre se encontraba enfermo de gravedad. Había sufrido una trombosis y lo iban a operar en las próximas horas. Los médicos no daban muchas esperanzas y ella estaba desconsolada y asustada. Decidí regresar a Girona para estar a su lado. En el avión, de viaje a casa, me vinieron remordimientos horribles por haber abandonado de esa manera a mis padres, ellos lo habían hecho y dado todo por mí y yo sólo pasaba un par de días de vez en cuando cada siete u ocho meses, entre misión y misión. Se habían hecho mayores sin yo percatarme de ello. Y total por una ridícula obsesión de adolescente, no podía perdonármelo.
Al llegar ya era tarde, mi padre había muerto. Fue muy trágico, mi madre se desmoronó por completo. Me quedé con ella, le hacía la comida, íbamos a pasear y yo le contaba historias de mis viajes para distraerla. Lo de Michelle no se lo conté nunca. Esos días fueron los únicos, que recuerde, que conseguí dejar de pensar en ella.
Cuando la situación se templó un poco le escribí contándole lo de mi padre. Le había estado contando todo, incluso lo más banal, ¿Cómo no iba a contarle esto? Y aunque sólo fuera para exteriorizar mi impotencia contando cosas al vacío, al menos me servía para desahogarme y ordenar mis pensamientos.
Al día siguiente tal fue mi emoción al ver su respuesta que estuve unos minutos antes de poder leer sus palabras, con el corazón a punto de estallar y mis manos temblando agitadamente. No podía creérmelo.
“Hola Jordi, siento muchísimo lo de tu padre, te acompaño en lo más hondo de tus sentimientos. No te culpes por ello, seguro que tu padre no lo querría así. Piensa en todo lo bueno que habéis tenido. Estoy segura que él estaba muy orgulloso de ti, tú les has dado las alegrías más grandes que nadie jamás hubiera podido darles.
Sé fuerte, tu madre te necesita.
Te he ido leyendo, pero no te he escrito porque tampoco quería aburrirte con mis cosas. Ha cambiado mucho todo, pero me acuerdo de ti a menudo.
Te mando un fuerte abrazo.
Michelle”
Leí esas palabras unas catorce veces seguidas era algo enfermizo, acababa y volvía a empezar una y otra vez sin poder parar. Y cuanto más leía menos entendía. ¿Por qué tardó tanto en dar señales de vida? ¿Por qué esa posición tan ambigua? ¿Aburrirme con “sus cosas”? ¿Qué es lo que había cambiado? Se acuerda a menudo de mí. Era para volverse loco.
Me volví a sentir ridículo y absurdo, tanto tiempo esperando alguna palabra suya y a la que la tuve no me parecía adecuado lo que decía, no tenía sentido.
Pero de alguna manera detrás de esas palabras tan enigmáticas quería asomar algo, quizá sólo fuese mi imaginación, pero aquello me reanimó las ganas de averiguar la razón de todo lo que pasó. Reemprendí mi búsqueda, estaba decidido a hablar con ella aunque fuese para apaciguar la incertidumbre que arrastraba desde hacía años, para cerrar de una vez por todas este capítulo.
La casa de Girona nos estaba ahogando a mi madre y a mí. Todo desprendía la esencia de mi padre, se respiraba en el ambiente un pesar arrollador y era imposible hacer ni decir nada sin caer en la penuria del triste recuerdo. Convencí a mi madre para hacer un pequeño viaje, unos días para escapar de todo eso. Hicimos las maletas y cogimos un tren dirección a París. No tenía muy claro por dónde empezar a buscar pero la poca información que había podido adquirir apuntaba allí.
Nos hospedamos en una bonita casa rural en el tranquilo pueblo de Épônes, a 20km de París. El cambio de aires nos vino muy bien, al menos estábamos distraídos y teníamos más cosas de las que hablar. Mi primer objetivo fue visitar el hospital de Saint-Etienne-du-Rouvray, en mis indagaciones encontré un estudio que había realizado allí el padre de Michelle treinta años atrás y me constaba que el hospital aún existía.
Al llegar al hospital mi madre me miró con una cara entre sorprendida y atemorizada, por un momento se le pasó por la cabeza que la había traído allí para ingresarla pero la tranquilicé contándole que en uno de mis viajes conocí a un chico que trabajaba allí y ya que estábamos quería ver si seguía en el centro, se quedó mucho más tranquila.
Le dije que me esperara en el coche de alquiler y me dirigí a recepción mientras pensaba algún argumento para tratar de sonsacar alguna información.
Me atendió una señora de mediana edad, maquillada como para salir de fiesta un sábado por la noche.
-Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle? -Preguntó con una sonrisa de manera servicial.
-Hola, buenas tardes Claudie.-Me fijé en la tarjeta identificativa que llevaba colgada de la bata.-Mire, resulta que hace algún tiempo asistí a un seminario que dio el Dr. Duvivier, quedé realmente impresionado, incluso nos hicimos amigos. Pero con el tiempo perdimos el contacto.-Estaba más que nervioso pero la enfermera iba asintiendo con una sonrisa, parecía que el plan funcionaba.-Y como me consta que trabajó con ustedes durante algún tiempo, bueno, no sé si usted coincidió con él ya que de eso hace algunos años y se la ve a usted tan joven.-Se ruborizó tapándose la boca.- me gustaría saber si podría usted ser tan amable de darme alguna dirección o manera de contactar con el doctor, seguro que para él será una grata sorpresa.-Intentaba poner mi cara más sugerente sin saber si lo estaba consiguiendo exactamente.
-Qué amable es usted caballero, pues no se sorprenda si le digo que sí que trabajé con el doctor, aunque era yo una niña, eso sí.-Pasándose la mano por detrás de la oreja, la mujer estaba flirteando.
-¡Pues quién lo diría! Está usted hecha una jovencita.-No sé si sonó muy convincente.
-¡Vah! no exagere…
-Porque se la ve sincera que si no, no la creería, de veras.-Empezaba a ser una situación embarazosa. Por suerte el simulacro de cortejo fue breve.
-Del doctor hace mucho que no sabemos nada, el centro pasó por algunas reformas y tiempos difíciles. No nos está permitido revelar información de los internos ni del personal pero hace usted cara de ser buena gente, lo único que puedo hacer por usted es darle la dirección de su antiguo domicilio, no sé si todavía vivirá allí.-Dijo mientras tecleaba con dos dedos en el ordenador.
-Me hará usted un favor impagable Claudie.
-Aquí está: Rue de la Ravine nº3. Vernon , no está lejos, a pocos kilómetros de aquí.
-Es usted un encanto.
-Si le ve déle recuerdos de mi parte ¿de acuerdo?.-Dijo mientras me guiñaba un ojo con una sonrisa picarona.
-Eso está hecho Claudie, de su parte. Le estaré eternamente agradecido. Que acabe de pasar un buen día.
Regresé al coche, mi madre me preguntó si había tenido suerte, le dije que en cierta manera sí. Que me habían dado una dirección que nos venía de paso. Me notaba las pulsaciones como martillazos en el pecho, arranqué el motor y me dirigí dirección a Vernon. Durante el trayecto estuvimos en un silencio absoluto.
Al llegar a la dirección que me había facilitado Claudie permanecí unos segundos con el motor parado observando la casa, intentando saber una vez más cómo iba a apañármelas. Intentaba pensar en lo que podía decir ¿y si se encontraba Michelle ahí dentro? ¿Cómo contaría mi presencia en casa de sus padres? No sabía si estaba preparado para ello, las piernas me temblaban y se me pasó por la cabeza arrancar el coche y salir de allí. Unos instantes después, mi madre me estaba hablando y no conseguía ni entenderla, estaba tan abstraído en mil situaciones posibles que se me pasaban por la cabeza que era incapaz de escuchar lo que me estaba diciendo. Finalmente bajé del coche, me dirigí a la puerta y después de unos segundos de duda pulsé el timbre, ya no había vuelta atrás.
Esperé unos segundos pero nadie habría la puerta, volví a dudar, lo tomé como un aviso a que tenía otra oportunidad para pensármelo mejor. Pero de pronto se oyeron ruidos al otro lado, algo de alboroto. Se me volvió a subir el corazón a la garganta. La puerta se abrió. Apareció un señor mayor con una niña pequeña cogida de la mano, la niña tiraba de su brazo y le empujaba, el pobre hombre tenía que sujetarse a la puerta para sostenerse del ímpetu de la criatura.
-¿Doctor Duvivier?-Salió de mi boca sin pretenderlo, ni tan sólo saludé ni me presenté.
-Sí, ¿qué desea? Ufff un segundo por favor, Vanessa! Ven, hazte cargo un rato de tu sobrina que no puedo atender a este señor.-Tardé un par de segundos en atar cabos y se me congeló la sangre de repente.
Apareció la hermana de Michelle, tenía sus mismos ojos y sus movimientos suaves y elegantes, era como verla a ella. Cogió a la niña en brazos y se me quedaron mirando los tres.
-¿Le puedo ayudar en algo, señor? -Repitió, esta vez con una mirada algo más desconfiada, aguantando la puerta con una mano y con la otra retirando a su hija y a su nieta.
-Bueno... en realidad... no lo creo, estaba mirando casas por esta zona... y una vecina me habló de usted... pero... disculpe las molestias señor...-Sin darle tiempo a despedirse me retiré con paso precipitado intentando volver a conectar con el mundo real, pues me encontraba en otra dimensión. La visión se me nublaba y estuve a punto de desmayarme. Encontré el coche y me metí dentro, consternado, desubicado, perdido en el mundo.
La voz de mi madre quedaba a lo lejos tapada por completo por un silbido agudo y constante. Era incapaz de arrancar el motor. No podía mantener la mirada en nada estático, advertí de pasada cómo el doctor me observaba desde una de las ventanas de su casa.
Finalmente arranqué el coche, poco a poco volvía a la normalidad. Le dije a mi madre que el chico ya no vivía allí, que iríamos ella y yo a comer algo en algún sitio bonito de la zona, pareció gustarle la idea.
Por dentro era otra historia. Ingenuo de mí, subestimé al mundo y la subestimé a ella. Me sentí horrorosamente ridículo y egocentrista por pretender ser algo más allá de lo eventual. Yo no fui nada especial, ella rehizo su vida, la tiró adelante y en el fondo me dolía. Me empequeñecía, me hacía sentir miserable habiendo derrochado media vida soñando con cuentos de hadas absurdos.
La decisión estaba tomada, no había alternativa, empezaría a construir mi vida de cero.
Jordi Dalmau -Biólogo Marino- Otoño de 2060