El amor como ente, como ser vivo, tiene una corta vida para abastecer a tantos mortales necesitados de su dulce néctar. Debe disponer de lacayos que se encargan de procurar por su cometido, de inyectar el virus del flechazo, de crear la primera inflexión que abre el juego.
¿Cómo sería un día cualquiera de uno de esos siervos?
Para empezar carecería de memoria, el amor es ingenuo, no entiende de aspectos mundanos, pero se abre paso y se adapta. Aparece sin más en algún rincón, despierta de la nada y tan sólo observa su alrededor. Capaz de sorprenderse como un niño al descubrir el mundo, sin apenas noción del tiempo, crédulo e inexperto vive por primera vez sensaciones e impulsos, aunque lento, aprende; pero no mucho más de lo estrictamente necesario para ejercer su misión. Pasa desapercibido a ojos ajenos y simplemente divaga inadvertido por el mundo con única elegancia y soberbia armonía. En un momento concreto se da el encuentro y localiza a un potencial portador y el instinto toma las riendas, es algo superior, imposible de resistir, el objetivo está marcado, entran en contacto y de alguna manera se infl uyen mutuamente. Lo acompaña en silencio por todas partes, desatinado, incondicional.
Hasta el momento en el que encuentra otro portador potencial. La confusión y la duda lo invaden, no tenía información para procesar algo así. El hecho pasa rápidamente, ejerce de punto de unión de ambos, les deja germinando la semilla y simplemente desaparece... es el ocaso.
Y otro día empieza de nuevo, sin memoria, sin recuerdos, después del ocaso vuelve a empezar el rito.
¿Te has cruzado alguna vez con uno de ellos?