Dicen que a la Naturaleza no le gustan los cambios, los evita a toda costa porque le fuerzan a adaptarse y a pesar de ello la adaptación es su principal virtud, otra paradoja como tantas. Podríamos aceptar que el ser humano está inscrito en ese grupo, que forma parte de ella aunque en ocasiones siga su propia naturaleza, pero corramos un tupido velo sobre ese pequeño detalle.
No es demasiado difícil encontrar algún ejemplo cercano que corrobore tal hecho, tan sólo hace falta recordar algún momento en el que un cambio se precipitara sin demasiado tiempo para ubicarse y el consiguiente desconcierto que supone. O quizá alguna ocasión en la que una bifurcación se ha abierto quedando a un lado una supuesta seguridad vestida de normalidad y al otro un abismo de incertidumbre. Dicho así no cuesta saber lo que cualquier mente mínimamente cuerda escogería. Y lo cierto es que prácticamente siempre se visualiza de esa manera. A no ser que el cambio sea forzado por una situación crítica, entonces sí. Cuando no queda más remedio y la situación actual conlleva una perspectiva nada optimista, entonces la barrera infranqueable parece ceder y el salto ser menos arriesgado.
El juez que designa el nivel de riesgo sí que es distinto en cada uno de nosotros. Hay jueces que parecen sordos y ciegos y se aferran a lo conocido con toda su alma aún a expensas de saber que el barco se está hundiendo. Y los hay que parecen ausentes. Entre el más conservador y el más temerario una extensa gama aflora.
El pequeño detalle es que el juez aprende. El más prudente, y que lo es con razón ya que no existe vuelta atrás, puede llegar a ver que el miedo y la prudencia no tienen porqué ir cogidos de la mano.
Puede, incluso, que le acabe gustando esto...