Simplificar se puede entender como una virtud. Sintetizar, resumir, comprimir una extensa idea en un sólo concepto. La mayoría de las veces nos dedicamos básicamente a rellenar, a vestir, a cubrir con adjetivos, comparaciones, descripciones. Estirar por aquí, por allí, avanzar, retroceder en definitiva dar vueltas. A justificarnos, a crear juicios, opiniones, acusaciones. Podríamos seguir con un largo etcétera, aunque creo que ya se ha entendido el concepto a pesar de no ser precisamente concreto y conciso.
En todo caso la idea es que prácticamente todo se puede reducir a la mínima expresión.
Y a la hora de crear juicios al respecto es una tentación titánica adentrarse hasta la desnudez de la pura esencia, hasta llegar al inevitable cruce del extremismo. Ese cruce donde tan sólo quedan un “sí” y un “no”.
Y aunque ese sea la mayoría de las veces el verdadero reto, no muchas son las ocasiones en las que llegamos a vislumbrar tal cruce de una manera llana y sincera. Muchas veces insistimos en tomar atajos, pero atajos que nos hacen dar más vuelta para retardar el encontronazo con lo inevitable.