Recojo tu presente con profundo respeto y máxima gratitud. Ni se asoma por mi cabeza ningún tipo de reproche en tus palabras. Sería genial que continuaras dibujando con palabras de la manera en que lo haces, tus escenas, tus momentos. Logras proyectarlas y eso no es nada sencillo. Tus relatos se advierten como gotitas translúcidas levemente teñidas por el color que escogiste, por el color en el que lo respiraste. Y eso creo que se da porque todas esas experiencias, sensaciones fueron primero vividas, palpadas desde los sentidos.
Todos proyectamos en lo que vemos nuestros vacíos y eso puedo detectarlo de manera tan clara que me asusta. Yo uso las palabras para reconocer y palpar, tú las usas para plasmar. Una envidia sana se hace notar cuando te leo. Tú no te escondes.
Y creo que eso precisamente es una pista bastante relevante y una idea que podríamos desentrelazar. Un punto de los muchos oscuros que recelo por ocultar, casi sin querer.
Me siento torpe, como intentando teclear con guantes de boxeo a lo que mi día a día emocional se refiere. Voy a deshora, voy tarde, siempre tarde. Me limito a recoger datos para intentar analizarlos en mis momentos de intimidad, a buen recaudo de la lluvia o el viento. Perdiendo en ese proceso tanta naturalidad que voy dando sacudidas en mi lento caminar y eso provoca poner a prueba la paciencia de mi acompañante que, confundido y con cautela, procura leer entre líneas este código encriptado. Siendo consciente de ello no tengo armas ni argumentos que puedan ser de ninguna utilidad, un poco desesperante.
Las palabras no fluyen cuando pretendo hurgar en según qué cajones, es una de las muchas asignaturas pendientes que ansío empezar a trabajar. Quizá solo de manera simbólica el hecho de cambiar de escenario me da la sensación de poder acceder a cambios en otras facetas, a distintos niveles. Es una de las razones que hace que tenga ganas de partir y que a su vez me aleje un poco más si cabe del “aquí y el ahora”, consciente del gran error pero incapaz de ponerle remedio. Sin pretenderlo vivo estos días más pendiente de la cuenta atrás que de estos momentos, seguramente una vez allí descubriré más cosas de ahora mismo, como dije… tarde, siempre tarde.
La mujer tierra fue la que me acompañó en el proceso de gatear a caminar. Y siempre estaba allí, dándome un punto de apoyo firme. Y eso lo percibía como un tesoro al tener yo las piernas de gelatina, a la que eso temblaba era incapaz de ponerme en pie. Se convirtió en mi alter ego “real”, que me mantenía conectado con la ardua realidad a la que tenía que afrontarme en los intervalos en los que salía a respirar antes de volverme a sumergir en mis mundos de ensoñación. Ni entendía ni hacía preguntas, con “estar” parecía bastar. Llegado el momento de trazar una ruta en el mapa simplemente partimos en direcciones distintas.
La mujer fuego… te pasarías horas mirando el fuego. Impredecible a la vez que peligroso. “Niño no juegues con fuego que te vas a quemar”. Y me quemé. Era como un desafío lograr domar la bestia, un desafío tan enorme que se me quedó demasiado grande. En ocasiones el fuego puede hacer mucho bien mientras esté controlado, pero una ráfaga de viento repentina puede hacer que se avive y cambie de dirección, y un dato: el alcohol es altamente inflamable. El resultado demasiado obvio. A pesar de sus promesas llegó un punto en que las quemaduras pesaron demasiado.
La mujer aire vivía al margen de lo convencional. Volando elegantemente sin forma, ni color ni aroma definidos, eso permitió que pudiese moldearlo, pintarlo y perfumarlo en mi cabeza de manera ideal. Persiguiéndolo de aquí para allá cual niño dando caza a una mariposa. El problema llegó cuando conseguí contener el aire entre mis manos. Pasada la primavera y con ella los aromas frescos de vida, el color brillante y alegre ; caí en la cuenta que lo que había tenido era una simple imagen que yo mismo había creado. Algo insípido, incoloro, indefinido se había aposentado junto a mí. Qué duro aceptar algo así.
La mujer agua, llena de vida activa y social. Alocada y efervescente en ocasiones y serena y plácida en otras. En su profundidad recóndita veía puntos en común y en su superficie tan moldeable una virtud interesante de la que yo carezco. Entre ella y yo un dique con nombre y apellidos, un dique cercano y conocido. Y esta vez fui yo el que se dejó seducir por las tentaciones de Mefistófeles atraído por el canto de esa sirena exuberante. En ocasiones nos fugábamos a hurtadillas a nuestro rincón secreto sumergido en las profundidades. Donde conseguíamos despojarnos de las armaduras al estar lo suficientemente escondidos, creo que en parte compartíamos refugio… o armadura, quién sabe. Las corrientes del destino nos fueron separando y tantos temporales acabaron por causar mareos. El agua es demasiado inestable incluso para un pez.
La mujer sol, despierta, audaz, vigorosa e inquieta. Vislumbré sus rayos que me cegaron en mitad de la noche, entre embriagadoras y prudentes palabras de encuentro. Era el momento, la ocasión de intentarlo, de exponerme, de mostrarme bajo la luz de ese sol y dejar al descubierto tanto rincón oculto. Los rincones ocultos son losas que sin darte cuenta se te incrustan y su peso no puede sino entorpecer tus movimientos y tu vida.
En lugar de abrir todas las persianas para que entrara ese sol, lo que acabó pasando fue que lo arrastré de la mano hasta ese rincón oscuro manchado por rayos catódicos que cuentan historias para despistar, bañados en ese elixir divino que filtra pensamientos y envueltos en osadas palabras que pretenden ir más allá sin estar nada acá. Creo que intrigado por la curiosidad ese sol se dejó llevar con gratitud, con la misma gratitud con la que aceptaba cada ofrenda por insulsa que estas fueran. Me voy con la sensación de haber recibido más de lo que he dado y eso le escuece un poco a mi ego, por bobo.