Ignasi Bosch

Sacudida en la tríada

Y de repente el mundo cambió de cara y un filtro blanco y negro lo cubrió todo. De camino a ningún lugar me cruzaba con gente que jamás estuvieron tan lejos, totalmente ajenos.

No sabía qué se me venía encima, pero podía intuirlo como cuando te acaricia la cara la brisa templada previa al temporal.

Mi piel estaba asustada, mi cuerpo inquieto bañado en áspera incertidumbre. Pero en el fondo del profundo pasillo una calma.

En mi mente una batalla. Ráfagas de conjeturas. Oscilantes vaticinios. Un insistente instinto de trepar. Trepar no importa dónde, trepar no importa cómo, tan sólo trepar. Fue ahí cuando reconocí al reptil. Nos miramos unos segundos y pude ver el pánico en sus pupilas.

- No te voy a seguir – Le dije, como si no supiese que es incapaz de entender palabra alguna.

Lógicamente no contestó y siguió su vana estampida hacia ninguna parte. Sentí lástima por él.

De pronto apareció el perro buscando cobijo, buscando consuelo, buscando a mamá. Viajando al futuro y llorando con ellos en el funeral. Imaginando los desgarradores y compungidos parlamentos entrecortados entre sollozos atascados en la garganta. Las últimas palabras puestas en papel para todas y cada una de las personas del elenco. Regalos, agradecimientos, ni un reproche.

- Aún no es el momento – Le susurré mientras acariciaba su cuello. Estaba dolido, confuso, perdido. Le pedí que fuera fuerte, que le necesitaba entero, que ya llegaría el momento de buscar abrazos y compartir desconsuelos.

Entonces se me sentó enfrente el maestro de ajedrez. Serio, mirándome a los ojos sin parpadear.

- Hay que trazar un plan – Le dije, asintió con la cabeza y empezamos a idear una estrategia, un plan de actuación, definimos los siguientes pasos a dar valorando pros y paliando contras, intentando focalizar toda la atención en un punto que fuera productivo.

Como por arte de magia el perro empezó tímidamente a mover la cola y el reptil lentamente a bajar.


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