Seguramente sería bueno saber si uno considera la inquietud como algo bueno o malo.
Resultaría algo como poco curioso, el hecho de intentar indagar y profundizar sobre cómo llegar a ser algo considerado defecto.
Por lo tanto consideremos la inquietud en su faceta positiva. La que significa emoción, necesidad, inconformismo y en cierta manera libertad. La de no perder las ganas y la ilusión de conocer y descubrir. Siempre desde una visión sana, no neurótica y respondiendo a necesidades genuinas y enriquecedoras.
Si contemplamos la inquietud como atributo, debemos entender que cada persona lleva consigo su propia medida de ésta. Los hay que ya desde pequeños han sido intrépidos y curiosos, y otros que han resultado más bien cautos y prudentes. Las claves y circunstancias que esculpen a todos y cada uno de nosotros pueden llegar a ser infinitas, con lo cual sería demasiado arriesgado dotar a este atributo en concreto, como es hacerlo con prácticamente todos, de una medida absoluta. Démosle forma, sentido, definición etc. y que después cada uno lo aplique a su “cóctel” personal en la medida que crea más oportuna, la que encaje más y mejor en el contexto en el que se encuentra.
Hay muchas clases o tipos de gente: más cerebrales, pasionales o emocionales. En todos cabe la virtud de la inquietud como parte de algo que puede llegar a enriquecer sus vidas.
Si lo que nos mueve es la pasión, tener la capacidad de apasionarnos por distintas disciplinas.
Si nos mueven los retos, retarnos a abarcar más y mejor.
Si lo que nos motiva es el conocimiento, la inquietud es la fuente de donde fluye el maná del saber.
Si lo son las emociones, es la oportunidad inmejorable de sentir y descubrir nuevas emociones.
De todos es conocido que lo mejor, y creo q es aplicable en todas las facetas de la vida, es el equilibrio. Ser excesivamente inquieto puede resultar demasiado superficial, y serlo de manera escasa puede llegar a estancarnos.
Serlo de manera desmesurada nos convierte en inestables, poco estrictos y quizá demasiado temerarios.
Y no serlo en absoluto nos convierte en almas grises aferradas a convencionalismos que corren el riesgo de que se les atrofien los músculos al haberse dejado llevar simplemente por la corriente.
Metaforicemos la vida a modo de un mapa.
Un primer paso es situarnos dentro de ese mapa. Saber dónde estamos.
El próximo podría ser empezar a recorrer ese mapa. La intención no creo que sea tan sólo recorrerlo, sino hacerlo como propio. Cada cuadrante guarda en su extensión algún secreto, algún valor que lo hace singular. Desaprovechar el poder conocerlo es perder la oportunidad de vivir. Las experiencias se escriben en el libro de la vida, y creo que no me equivoco si digo que todos querríamos tener un buen trozo de libro, d esos tan gruesos al echarle un vistazo en el último suspiro. Y sentir ese orgullo de saber que “yo lo hice, a pesar de tenerlo todo en contra, lo hice”.
El buen inquieto es un viajero hambriento de curiosidad que lleva consigo tan sólo una mochila, la cual va cargando a medida que avanza. El dilema surge cuando la mochila se llena y no da cabida a nada más. Es entonces cuando llega el delicado momento de tener que descartar. Y es por eso que el buen inquieto debe aprender a sobrevivir sin exceso apego a prácticamente nada, o nadie ya que el viaje debe hacerse de forma individual.
Escoger el camino difícil no con la finalidad de complicarse la vida, sino simplemente con la meta de superarse, agrandarse ante las vicisitudes, que es la única manera de crecer.