...aún no has aprendido a decir que no
Cada día que pasa te cansan más, se te comen el montón desordenado de libros y papeles de tu despacho. Llamarlo despacho es mucho más que un eufemismo, empezó siendo algo provisional, para arrancar lo que tenía que ser un futuro prometedor y acabó siendo la implacable realidad. En la habitación más minúscula de un minúsculo apartamento de las afueras de una ciudad cualquiera. Una habitación que también usáis para el cazo de la ropa sucia y los artilugios para planchar.
Tu vida conyugal no es mala y te sientes muy orgulloso de tu hijo y darías la vida por él.
Esta noche trabajando en tu despacho a altas horas, rodeado de tanto desorden has tenido un flash angustiante. La sensación de apatía y conformismo hace tiempo que se te apoderó, tu vida entera ha sido un compendio de pequeños pasos lógicos y no siempre en la dirección que hubieses escogido si te hubieses parado a pensarlo tan sólo unos minutos. La escuela que escogieron tus padres, el instituto correspondiente, allí conociste a tu mujer, la carrera del oficio de tu padre, justo al acabarla os comprasteis el piso y llegó la boda, dónde y cómo tu mujer y tu suegra decidieron. Y fuisteis a buscar el niño rápidamente ya que ella quería la parejita y poderla disfrutar a una edad en plenas facultades y llevarse con sus hijos el menor tiempo posible para reducir la laguna generacional... cosas que leyó en un libro que le prestó no recuerdas quién.
El flash te ha evocado todo esto de golpe y sin venir a cuento como un bofetón . Te has estremecido. Has dejado de hacer lo que estabas haciendo y te has quedado unos minutos en silencio mirando encima de la mesa, nada en concreto.
Quién coño soy... de quién diablos es la vida en la que vivo... No son preguntas nuevas, de hecho son de lo más típicas. Pero que en esta ocasión adquieren un significado especial, no las lanzas al viento, te las formulas realmente a ti mismo. Lo peor y lo que más te duele es que no sabes la respuesta.
La consciencia parece haber despertado en ti.
Un poco tarde y con contratiempos importantes, pero de alguna manera tu vida empieza ahora, en este preciso instante. Te decides a coger el timón y a escoger el destino que más conveniente creas, apagas la luz de la mesa y te diriges al dormitorio. Te pones el pijama con una calma inquietante, te sientes tranquilo, te acuestas y cierras los ojos, esa noche consigues dormir como hacía años que no lo hacías.
Suena el despertador abres los dos ojos a la vez, tienes ganas de empezar el día, esta vez las sábanas no se te pegan como es costumbre. Te levantas con un movimiento enérgico y te das una ducha. Lo de ayer sigue en pié , piensas. En más pié que nunca. Te vistes, coges cuatro cosas y le das un beso a tu mujer que descansa plácidamente en la cama sin darse cuenta de nada. Antes de irte pasas por la habitación de tu hijo, le das un tierno y largo beso y le cuentas al oído, flojito sin despertarlo, que la vida tiene muchos caminos y que la única libertad que tenemos nosotros en realidad es el de poder escogerlos, poco más, que lo quieres, que siempre lo querrás y que os volveréis a ver, pronto.
Coges las llaves del coche y dejas en la repisa de la entrada las llaves del piso y el teléfono y te vas.
Sientes emoción, un cosquilleo interno y notas como si todo tu alrededor fuese tu aliado, el ascensor, el garaje, tu coche. Entras en él, lo arrancas y lo pones en movimiento. El sol todavía no ha salido, las calles frías y húmedas, solitarias y silenciosas son el único testimonio de tus actos. Notas una intimidad sin igual.
Llevas ya unas horas al volante, has escuchado casi todo el cargador de cds , incluso la música parece estar llena de energía y contenido. Te notas la espalda rígida apunto de partirse y desde que empezó este último album tu estómago parece haber cobrado vida y es como si estuviera cantando todas las canciones. Tienes hambre.
Decides parar para comer alguna cosa. Tomas la primera salida y coges la dirección al primer pueblo a la vista.
Es un pueblecito que parece sacado de un pesebre, de esos en los que parece que no transcurra el tiempo y que todo lo que contiene tenga una historia detrás, una leyenda.
Sentado en una mesita redonda de un mármol gastado en la esquina de un bar, con un bocadillo de jamón y un agua con gas, el mismo almuerzo que solías tomarte delante de casa antes de iniciar la ruta de visitas, lo que este sabe mucho mejor. Observas con detalle los ancianos jugando al dominó, donde se mezclan la sabiduría de sus ojos y la inocencia de sus caras y te preguntas ¿cuál será el secreto que habrán descubierto para conseguir, después de todo lo que han vivido, no haber perdido esa ilusión por algo, en apariencia, tan simple? Entre el humo maloliente de los puros y el jaleo que alborotan es imposible no observarlos. Aprovechas el final de la partida para dar otro mordisco y cambiar de “objetivo”. Detrás de la barra hay un hombre también mayor que mira atentamente la partida y va soltando comentarios siempre muy agudos relacionados con alguna jugada, supones que los demás lo tendrán ya muy oído pues parecen ignorarlo, se te escapa una carcajada con uno de sus chistes, eres el único que se ríe, él te mira y te guiña un ojo, le sonríes. De vez en cuando entra alguien a comprar tabaco o a tomarse una copita de vino mientras ojea el periódico. Aquí todo el mundo parece conocerse. Te gustaría saber esos cotilleos escondidos, secretos que guardarán cada uno de ellos. Sin querer tu imaginación toma las riendas, “en un pueblo tan chico seguro que más de uno habrá estado alguna vez en su vida con la mujer de algún otro de los aquí presentes, ¿lo sabrán? Quizá alguno de ellos fue el típico acomplejado de niño de quien los demás se burlaban y hacían trastadas... O alguno que fue el rico del pueblo y que por alguna razón se quedó en la ruina y tuvo que pedir trabajo al que hizo trastadas... Y el hijo del que antes era rico debió ser después el que sufrió las gamberradas de los otros... Y ¿cómo aprendieron a dejar todo eso atrás y estar hoy aquí y compartir como si nada toda la mañana jugando al dominó? “
Te acabas el almuerzo y te acercas a la barra a pagar, le llevas el vaso vacío, la botella vacía y el platito con cuatro migajas de pan, te sorprende lo barato que es con lo bueno que estaba.
Te decides a dar una vuelta por el pueblo, por esas calles viejas. Calle arriba se oye un murmuro de gente y te diriges hacia allí. Llegas a una plaza que esta llena de paradas, debe ser día de mercado. Curioseas en varias de ellas, tarroncitos de miel, comida artesanal, figuritas esculpidas en madera o figuras hechas de alambre... todo hecho con mimo y dedicación. Siempre encuentras una sonrisa cuando tu mirada se cruza con la del vendedor o vendedora.
En un despiste chocas de frente con una mujer de edad avanzada, le pides perdón rápida y precipitadamente. Ella también se disculpa, tiene un ligero acento francés. Es de esas personas que no sólo mira sino que parece atravesar y ver los pensamientos, incluso los que tú mismo desconoces. Te pregunta de dónde eres y qué haces por aquí. Inventas algo improvisado, no habías pensado una respuesta para eso todavía. Sonríe como si supiera lo que no has dicho. Sin preguntar ni hurgar más sobre el tema, se presenta. Tiene que deletrearte su nombre un par de veces antes de comprenderlo. Geneviève.
Dado que le has dicho que estabas como de paso por el pueblo antes de reemprender tu viaje, te invita a una taza de café antes de partir. Su casa queda cerca, aún no has aprendido a decir que no.
...esta vez sí habrá café
Efectivamente su casa queda cerca, a penas a cuatro calles de la plaza y a pesar de eso parece ser donde termina el pueblo. Una pequeña casa rústica decorada de forma dispar. Se pueden ver desde cuadros con rasgos impresionistas de bodegones, algo más realistas de paisajes campestres o retratos de deidades hindús. Sin embargo la disparidad no rompe en absoluto el ambiente fresco y sugerente, todo respeta una inquietante harmonía.
–Después, si te apetece, te enseño la casa con más detalle, odio ponerme pesada con eso. Aunque a mí me encanta no a todo el mundo le gusta cotillear y simular que todo es precioso, se acaban diciendo grandiosas tonterías.
Te sorprende tanta sinceridad, para estas cosas existe una especie de protocolo no escrito donde cada una de las partes tiene algo parecido a un guion. Y muchas veces acaba convirtiéndose en una escena a medio camino entre la comedia y la intriga.
Te guía hasta un porche en la zona trasera de la casa, tras atravesar una cortina hecha de conchas marinas que al pasar emanan un ruido muy característico, unas vistas despejadas a un colosal campo de girasoles se desvela ante ti. Girasoles grandes, abiertos, todos encarados hacia aquí.
Mientras tomas asiento en una butaca de cuero rojo desgastado ella va a buscar el café. Ha insistido hasta casi enfadarse, sin perder las buenas maneras, como hasta ahora, que no necesita ayuda y que tomes asiento.
El silencio es absoluto y el ligero balanceo del sillón te provoca un estado de relajación parecido a la anestesia. No por el sueño, sino por el gozo sensorial. En tu memoria llegan vestigios del pasado. Un pasado que ha estado latente en algún recoveco de ti, de tu adolescencia. Y de él desenredándose, un día en concreto te ha venido a la mente con más intensidad.
Era un domingo de verano, debías tener unos diecisiete, tú y tu mejor amigo os escabullisteis para ir a fumar hierba en vuestro lugar mágico. Lugar donde pasaron grandes cosas. Casi todas las primeras veces, las primeras verdades y las primeras decisiones importantes tuvieron lugar allí. No era más que una pequeña colina desde donde se apreciaban unas vistas de lo que antaño fue un valle, pero para vosotros era mucho más que eso. Os podíais pasar horas transportándoos en el tiempo e imaginándolo cómo habría sido todo aquello doscientos, quinientos, tres mil años atrás. Conseguías llegar a percibirlo con tal claridad que la vuelta al presente te causaba en ocasiones pequeños mareos. Esa sensación de tener el mundo a tus pies y la eternidad enfrente, el efecto de la hierba casi conseguía que abandonaras tu propio cuerpo en pequeñas fracciones de éxtasis.
Al abrir lentamente los ojos entre el leve balanceo, con tus labios dibujando una sonrisa, descubres una presencia mirándote con cara extrañada. Es una mujer joven, tu instinto te hace ponerte en pie, tenso de nuevo y disculparte. Aunque lo cierto es que no estabas haciendo nada malo, será la costumbre.
– ¿Dónde está mi tía?
– mmm… Haciendo café, en teoría… – Sorprende su naturalidad al encontrar un extraño en casa.
– Pues en la cocina no está, habrá salido.
– ¿Cómo que ha salido? ¿Me ha dejado aquí sin decir nada? ¿En su casa?
– ¿Pero tú de dónde sales?? No me digas que te ha arrastrado hasta aquí con la excusa de las fotos, las cartas o algo por el estilo – Se echa a reír mientras se descuelga la bolsa.
– Bueno… tan sólo café, ¿Por qué lo dices? ¿Debo salir corriendo? Aún estoy a tiempo.
– Bueno eso depende… - Sigue riéndose. – ¿Te apetece ese café?
– Pero esta vez te acompaño que si no me volvéis a dejar aparcado en el porche como a un abuelo.
Los dos entráis en la casa atravesando la cortina de conchas y haciéndolas sonar. Te quedas en un rincón de la cocina mientras ella va de aquí para allá preparando los utensilios, cafetera, café, fuego, tazas, cucharillas, azúcar etc. Abriendo y cerrando cajones y armarios como una danza ritual, con elegancia y precisión.
– Me has hablado de unas fotos y unas cartas… – Preguntas con cierta curiosidad.
– Sí, ¡lo raro es que ella no! Al verte he pensado que estabas aquí por eso. Esto ya está, ¿me ayudas?
Salís de nuevo al porche, esta vez sí habrá café.